miércoles, 31 de agosto de 2011

Fragmento de "La Mujer Justa" del escritor húngaro Sándor Márai








"¿Cómo? ¿Quieres saber por qué me he puesto a llorar cuando lo he visto? Si es cierto que el hombre justo no existe, que todo ha terminado y que estoy completamente curada, ¿por qué he tenido que empolvarme la nariz al comprobar que aún conserva esa cartera marrón de piel de cocodrilo? Espera que lo piense. Creo que puedo responder. Empecé a empolvarme la nariz porque estaba alterada, porque sin duda es cierto que no existe la persona justa y que las ilusiones se desvanecen, pero yo lo amo, y eso es distinto. Cuando uno ama a alguien siempre se le sobresalta el corazón al verlo o al oír algo sobre él. En resumen, creo que todo pasa, menos el amor. Aunque eso no tiene ningún sentido práctico."

jueves, 25 de agosto de 2011

Qué será de la vida. Que será de mi vida.
Nada es como uno pretende que sea.
Hoy. Hoy fui más estúpida que ayer. Nunca te dejes engañar por la autosatisfacción. Nunca
cuántas cosas te di?´
cuántas cosas amé?
Todo siempre vale la pena.
Todo.

Pero cuando el maltrato ajeno se vuelve
propio
La realidad se niega en si misma cual magia de relato.

Y uno se pierde.
O lo pierden.

Qué estúpida que fui.
Cómo iba a
pensar.
Pensar.

Como si las gotas que caen no fueran agua
Como si un suspiro valiera la pena.
Como si algo lo valiera.

Y me entretengo por un rato.
Todo pasa, digo
digo.


No me creo ya
más nada.

lunes, 8 de agosto de 2011

S/T

Cómo pretendías que me olvidara? Hacías todo lo posible para que no lo hiciera. Un libro con algo compartido; un encuentro casual -incluía miradas con atrevimientos-. Jamás podré. Tenías esa cara de niño. Sí, esa que ponen los niños cuando notan que han realizado algo que los mantiene allí, en la infancia. Es esa misma cara que ponemos los grandes cuando nos dejamos ser felices. Bueno. Tenías esa cara y me mirabas. La compartiste conmigo. ¿Cómo olvidarte después? Cuando cedés al deseo y no me soltás el cuerpo. Y cada vez me pedís menos, lo que se traduce en un mayor esfuerzo de mi parte.
La solución que encuentro es esta: en un anotador escribir lo que siento. Ojalá algún día te intrigue lo que dice aquí dentro y, mientras yo no mire, lo leas y confirmes que sí, que era mejor no tenerme dentro.

miércoles, 27 de julio de 2011

Zapatos rojos, a cara limpia

Esos días que hace frío como para subirse el cuello del gamulán son los que hacen a Esteban preferir el colectivo antes que caminar.
Allí lo vemos, apoyado contra la pared; una mano en un bolsillo y la otra sosteniendo un cigarrillo contra la boca que no se preocupa en esforzarse para alojar el humo gris, que al subir se funde con la niebla de la mañana recién despierta.
Busca las monedas para el boleto con prisa, el colectivo se veía cerca. Arrojó el cigarrillo. Pucha, apenas lo había prendido. Setenta y cinco, era un viaje corto. No podía creer como se le había hecho tan tarde cuando vio la hora en el boleto. Se sentó al lado de una mujer que estaba inmersa en uno de esos libros que uno lee mientras va al trabajo.
Ayer no había sido una noche para dormir, todavía recordaba el perfume exagerado del pelo, el primer vaso de whisky, los zapatos rojos.
Ella se llamaba Sofía, juraba que era una soñadora empedernida, pero disimulaba mal su verdadera forma, muy racional. Nunca salía con hombres que la hicieran pensar demasiado, sino con los que sabía que apreciaban sus zapatos rojos, su excesivo maquillaje y la vacuidad de sus ojos.
Ya estaba harta de pensar.
Sofía conoció a un hombre una noche. Un Hombre, al fin de cuentas, ¿no todos decían serlo? Él le invitó un trago y ella accedió de buena gana.
No hablaron más que del clima y sus bruscos cambios; a veces sonreían mutuamente entre los silencios incómodos, y hasta ella le preguntó a que se dedicaba entre un trago de su vaso.

Contador, respondió la mujer que tenía sentada a su lado, sonaba un poco aburrida mientras entrecerraba su libro. Yo siempre quise estudiar, pero nunca me gustó mucho pensar, constestó ella.

Él, antes de constestar miró su muñeca y con una mueca de desagrado contestó, Contador, usted?
Sofía prefería ocultar su edad que quedaría más expuesta si develaba sus años de estudio por lo que contestó, ¿Yo? Soy maquilladora.
Acertado. Pero no previó la sange que le recorrió el cuerpo llevándole ese calor conocido por las mujeres que se casan de blanco con un niño en el vientre. Se ve que el hombre lo notó porque le ofreció otro trago, pudo rechazarlo.

Que curioso, a mi nunca me gustó estudiar, pero sí pensar. La señora sintiéndose ofendida volvió a abrir su libro dejándolo solo.

No muchos pueden sobrellevar la mentida. Hay que ser lo suficientemente verídico hasta el punto tal en que la verdadera realidad, sea un engaño. Sofía sabía cómo. Todos se habían creído sus mentiras ingenuamente y probablemente agradecidos una vez que se levantaban de la cama, sin culpas.

Mire señor, volvió la señora, Si usted me piensa como alguien por debajo de usted sería un terrible desgraciado, ya que ni sabe a que me dedico. Soy una persona digna y trabajadora. Soy maquilladora, en un tono que hizo girar las cabezas de los más próximos en las filas. Esteban, un poco avergonzado, bajó la mirada.

Sofía no podía descifrar que era lo que estaba pasando. Cuando el hombre le hablaba sentía que su escote no era tan pronunciado y que la cara se volvía limpia. Se veían en una cama sin huídas rápidas, sin perfume en exceso o zapatos rojos charolados. Quería ser digna de él, gritarle sobre su carrera de traductora. Pensarle.

Esteban miraba de reojo a la señora. Parecía una joven mujer ahora aunque llevaba mucho maquillaje. El perfume de la noche antrerior estaba en el aire. Su boca todavía saboreaba el alcohol. Sabe, no fue mi intención. Fue una larga noche, y el frío nos pone iracundos, no lo dije de mala fe.
Esas palabras habías sonado a las de un niño de cinco años que le pide perdón a su madre por ensuciarse con barro la ropa recién lavada.
La señora pareció entender. Querido, está bien; es que a mí sí me gusta pensar, pero no a todos les gusta saberlo.

Sofía había decidido decirle la verdad al hombre cuando coincidieron miradas. Él habló primero. No me voy a acostar con vos, me esperan en casa, Sólo curioseaba qué era lo que pasaba por tu cabeza.
Se levantó, la saludó con un beso y se fue del bar.
Sofía nunca más quiso pensar.

Bueno, para que vea que no trataba de ofenderla le ofrezco mi nombre, saca la mano del bolsillo, Esteban, Sofía, un gusto, El gusto es mío pero ya me tengo que bajar, esa es mi parada, en mi casa mi esposa...
Se incorpora y presiona el timbre. La puerta se abre y baja Esteban, junto con el whisky, la mentira y el contador.

Fue entonces cuando Sofía volvió a su novela de amor, mientras trataba de no pensar.