domingo, 2 de noviembre de 2014

Dos gordos y un tercero.

Dos gordos se esconden porque así necesitan estarlo.
Se dan vuelta y ven el vacío que los refleja. Se acerca un tercero con timidez desde otra dirección. Pretende descubrirlos. Con inquietud empieza a buscarlos de la misma forma que lo hacen los ojos con la sombra cuando apuntan hacia arriba.
Los dos gordos corren y se esconden detrás de una pared. Por un segundo están a salvo.
Hay más que un solo escondite. Lo piensan. Aprovechan.
El otro se siente solo, quiere verlos, contarles cosas. Los ve por momentos y vuelve su esperanza pero al segundo no están más. El cielo se oscurece, el vértigo lo invade y cree ser el único que se siente de esta forma. 

La cacería había comenzado. Varios asistieron porque querían ver quienes lograban su objetivo. Los dos gordos eran tan felices, buscándose entre ellos, amotinándose tras el sol. Ahora debían preservarse con el espíritu de la liebre suelta.
En la puerta de una de estas construcciones encontraron una escalera. Parecía práctica y la tomaron sin pensarlo. Quizás llegarían bajando hacia la felicidad.
Se escondieron en un agujero rodeado por rejas verdes que prometía resguardo y esperaron.

El gordo no los veía. Lágrimas empezaron a brotar de sus ojos y mojaron la tierra con la intensidad característica del agua.
Y se vieron. Corrió hacia ellos. Ellos huyeron de él. El mejor camino que encontraron fue hacia abajo. El los siguió.
Un piso de distancia, parecía la muerte. 
De repente, todo era invisible, nadie veía a nadie. Todo era lo mismo. 
Se habían chocado contra el piso.

La niebla invadía la ciudad.




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